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LOS MEJORES LIBROS DEL 2007

Todas las listas son indiscretas y más si se trata de escoger los mejores libros, pues el acto de leer es uno de los más íntimos. Hay quienes prefieren callar ante los libros que más disfrutan; los gozan y los respiran en silencio. Sólo algunos metiches y habladores nos imponemos este ejercicio crítico de escoger, en Colombia, los libros publicados durante el 2007 que más nos seguirán gustando, es decir, los que aguanten una relectura. Los dividimos en géneros: Mejor libro de poesía. Las 5 mejores novelas. El mejor libro de cuento. Y el ensayo más polémico. Siempre nos guiamos por la enseñanza de Keats: “A thing of beauty is a joy for ever”.

EL MEJOR LIBRO DE POESÍA
METAMORFOSIS DEL JARDÍN.
El tránsito de GIOVANNI QUESSEP parece el vuelo de un pájaro extraviado. Descendiente de padres libaneses que llegaron huyendo del Imperio turco-otomano al Caribe colombiano, nació en San Onofre, Sucre, 1939, luego pasó a Bogotá a estudiar literatura en el Instituto Caro y Cuervo; después voló hacia Italia donde aprendió a recitar a Dante en la lengua toscana – la lengua de los pájaros – y, por último, se anidó en Popayán, sí, como un ave delicada. En este libro impresionante, Metamorfosis del jardín (2007), Nicanor Vélez reunió todos sus poemas en una cuidadosa edición publicada por la editorial española Galaxia Gutenberg. Ya se agotó en casi todas las librerías, porque el público sabe que Quessep encarna uno de los poetas más líricos del idioma. A su mundo le ha pasado un cataclismo: está en ruinas, destruido, en penumbras, y de ahí que las rosas, pájaros, doncellas y jardines de su poesía brillen como una pequeña bola de fuego: tenue dibujo en la incandescencia, forma de una flor, rosa fundida. Su poesía se hace cada vez más simbólica en respuesta a la violencia. Unos versos como para los secuestrados:

“Me perdí en un lugar del paraíso / Si quieres rescatarme / ven sin espada, sólo / con un ramo de lirios que crecen / en el más hondo infierno”
LAS CINCO MEJORES NOVELAS














No sé qué tan sorprendente ha sido observar cómo, después de su muerte, Espinosa se ha convertido en uno de los autores más vendidos en las librerías colombianas. Hasta el presidente Uribe, en la revista Poder, recomendó al “pueblo colombiano” leer La tejedora de coronas, a despecho de tratarse de una novela “impopular” por las dificultades que entraña para el “pueblo” sumergirse en una narración desbordante, sin puntos, saturada de erudición, fulgurante. Pero esa recomendación de Uribe – cuyo gusto literario considerábamos limitado a Jorge Robledo Ortiz y la peor poesía montañera – significa que en el fondo la gran cultura está al acceso de todos; que la erudición, la elegancia, el porte, la estilización no son arrogancias, sino otras formas de la sinceridad. Hay quienes toman la literatura como un hobby de domingo, y hay otros, como Espinosa, que la convierten en su vida misma. “Aitana”, una de sus novelas más intensas, no sólo narra el inmenso amor por su esposa sino que se interna en el mundo intelectual bogotano de los últimos tiempos, en los cafés cercanos a la estación de Las Aguas donde confluyen profesores y estudiantes universitarios huyendo de las mañas y los vicios de la academia, para hablar con él, un librepensador sin título de bachiller pero dueño de una erudición enciclopédica. También en los restaurantes de la zona T, donde oscuros escribientes henchidos de envidia intrigan contra él, o al menos eso es lo que él cree en sus delirios de persecución. Lo cierto es que un fantasma macabro, armado de una hacha, persigue su taxi por la avenida Circunvalar una noche en que regresa de una premiación en la embajada francesa; las enfermeras del hospital San José, a donde ha caído después de una intoxicación le arrojan pedos, mientras otros seres en su alucinación lo sodomizan. La novela es sencillamente impresionante.























RH. Moreno-Durán se lamentaba de que casi ningún novelista se hubiera atrevido a novelar las guerras civiles del siglo XIX en Colombia. En parte, decía, el éxito de Cien años de soledad consistió en novelar fragmentos de esas guerras y en esconder en el coronel Aureliano Buendía la imagen histórica del general Rafael Uribe Uribe: perdedores totales. Ignoro si Rafael Baena advirtió esta laguna en el panorama de nuestras novela, en todo caso su inspiración demuestra cuán exitoso y poético y entrañable resulta novelar las guerras decimonónicas, espejos de las actuales. Aquellas eran guerras entre hacendados, entre finqueros que convertían a sus peones en soldados cuando, desde la capital, alguna ley o algún mandón de turno subían impuestos, cerraban el círculo de sus roscas o abusaban de poder. No deja de advertir que para aquellos campesinos batallar les sacaba del alma pasiones primitivas o les creaba ilusiones vagas. “Pelear lejos de su tierra una guerra interminable y costosa, con los pies yertos dentro de las botas y unas ganas de echarse monte abajo, hacia los llanos donde esperaban algún día acostumbrarse a vivir en paz y criar hijos a los que el destino no les torciera el rumbo, hijos libres de escoger su camino, hijos que no debieran obedecer órdenes militares ni despertarse con el redoble del tambor y los gritos urgentes de los sargentos…” Fascinan las descripciones con olor a niebla; las armaduras roídas por el orín. Las haciendas, el campo. Colombia decimonónica en todo sentido.























Aunque esté escrita originalmente en inglés, por el tema, por la geografía, por los personajes, se convierte en una novela profundamente colombiana. Triunfó en las librerías de Nueva York, por la sagacidad de meterse en la historia de la independencia americana a través de las pasiones de Manuelita Sáenz, la célebre quiteña amante de Bolívar. Fueron siempre amantes, primero porque ella nunca se separó de su primer marido, el inglés Dr. Thorne, y segundo porque le puso al Libertador todos los cachos del mundo: era una adúltera convencida. Nada tenía de hipócrita. Manrique observa que si bien la mujer no tenía voz pública, ejercía un enorme poder en el plano privado. Conmueve su destreza para revelar las facetas de Manuelita por lo mismo que la despoja de maniqueísmos: ni buena, ni mala, la moral es relativa y todos somos como el río Magdalena que va para el mar, que es el morir. Manuelita fue cruel y amorosa, pobre y adinerada, sincera y espía; atea, aunque se unió con el clero sólo para atacar a Santander. Aparte de las intrigas, me encantaron las descripciones de la sabana de Bogotá.


















LA CEIBA DE LA MEMORIA ROBERTO BURGOS CANTOR
Como todavía la estoy leyendo, y advierto en ella rasgos notables y perdurables sobre la historia de la esclavitud y el mestizaje, tomo prestado del blog Periodismo y Literatura, la siguiente cita de Kevin Alexis García, a saber: “El escritor nos ofrece descripciones finas, coléricas, evocadoras de una ciudad decadente, sometida a los devenires de la peste y la tortura, al abandono de su propia suerte. (…) En esta obra que da cuenta en su estructura de la influencia de Faulkner, las diferencias se sobrepasan hasta fundirse en la mixtura de la transculturación, en el mestizaje que hoy llevamos en nuestro cuerpo. Como lo comprobó la historiografía, en la obra se acoplan los contrarios y vemos al arzobispo, con su lombriz mal alimentada y su barriga grande y tensa de yegua preñada, copulando con la esclava Atanasia Caravalí, penetrando en su caverna frondosa el germen de su descendencia, bajo la complicidad de la noche que se confundía con la piel de la cautiva”.


















Aunque la reseña que salió en “Arcadia” apaleó esta novela por carecer de técnicas narrativas, de suspenso y de acción, cierto público pareció conmoverse por la sencillez de la historia: dos familias judías convertidas penosamente al cristianismo, pero que depositan en su alma todas las amalgamas de su gesta. Si bien Enrique Serrano no se aventuró a indicarlo – pues su flemática narrativa aún no se deja arrastrar por el “yo” profundo –, yo sí me atreví a sugerir que esos judíos conversos de la España de ayer se parecen a los colombianos de hoy: seres que se vuelven extraños y peligrosos a los ojos de otros pueblos, y cuya nacionalidad se convierte en un estigma.




El MEJOR LIBRO DE CUENTOS

Los amigos míos se viven muriendo - Por Luis Miguel Rivas - Ilustración de Daniel Gómez
Héctor Abad Faciolince, al comienzo de uno de sus artículos de Semana, dijo que la crítica no le había puesto atención a los ocho cuentos reunidos en este libro. Como nos sentimos aludidos, lo comenzamos a leer a ver de qué se trataba y, en efecto, quedamos sorprendidos ante dos logros notables. El primero tiene que ver con la calidad y economía del lenguaje: con breves pincelazos poéticos, Luis Miguel Rivas ajusta en dos o tres renglones sensaciones patéticas que en otro cuentista exigirían páginas enteras; con la misma economía plasma personajes cotidianos sacados de cualquier esquina, pero cuya psicología a veces nos resulta tan desconocida como la de un extraterrestre. El segundo logro obedece a su capacidad de hallar otra mirada a la violencia que padeció Medellín en los ochentas y noventas: no ya con las técnicas de acción y suspenso estilo “Rosario Tijeras”, o con la cantaleta original de Fernando Vallejo, sino con una introspección casi estoica, con una prosa silenciosa que se desliza por la ciudad a la manera de un mensajero que se sienta en las gradas del edificio Coltejer, a ver cuál es el siguiente amigo en caer. Si se ve bien, el antioqueño es el hombre más tímido del mundo.

El ENSAYO MÁS POLÉMICO

Conforme envejece, Fernando Vallejo se va asemejando más a la abuelita loca de un vecino de Medellín que vivía gritando “hijueputazos”, enferma y tosiendo en el balcón, cada vez que pasaba la procesión de Semana Santa. Aún la veo con la chancleta en la mano echando cantaletas interminables, aquejada por enemigos imaginarios que la hacían decir innumerables necedades. ("Ay, chite, guacala, no quiero ser más colombiana", decía). Sin embargo, de niño me divertía escuchándola por las groserías tan castizas y por el tono y el ritmo cantadito de sus arengas (la más importante no es lo que digas sino cómo lo digas, el ritmo de la prosa, ha dicho Vallejo). Lo cierto es que en “La puta de Babilonia” Vallejo ha descubierto su vocación perdida: la de teólogo. ¡Qué erudición en exégesis bíblica al rastrear las diferentes versiones de los Evangelios! Aunque qué estupidez al decir que el mundo estaría mejor sin no hubiera pasado Cristo, sin el cristianismo. ¡Qué maniqueo! Para bien o para mal, el cristianismo puso lo único espiritual en la historia expansiva de Occidente, en lo que se diferencia de Mahoma y de Buda, símbolos religiosos que llaman a la quietud. Por supuesto que en todo fanatismo religioso (y también hay fanatismo irreligioso o mata-curas), se cometen toda clase de exabruptos y maldades, consecuencia de tomar el amor demasiado a pecho, de saturarlo. Los fanatismos religiosos son “amores malogrados”, diría Diótima, pero amores al fin y al cabo. Yo no soy practicante ni tengo ataduras religiosas, pero debo admitir que por todos lados el cristianismo inunda nuestra cultura. El cristianismo nació de la combinación del judaísmo con el neoplatonismo de los griegos basado en el logos o lenguaje (pero para Vallejo la palabra sólo dice mentiras), que a través de Pablo de Tarso, como lo analizó magistralmente Espinosa en "El signo del pez", minó y transformó el imperio romano. En adelante, libró al hombre occidental del mundo cíclico de la antigüedad y lo volvió dueño de su propio destino. Si no fuera por los frailes, pensemos, la conquista de América no hubiera tenido sentido: hubiera sido puro materialismo. Ninguna religión ha producido tanto arte en el mundo: de ahí que Italia tenga casi el 70 % del patrimonio artístico de la humanidad. La eterna adolescencia intelectual de Vallejo que lo lleva siempre a llevar la contraria, no debe despertarnos la cólera, sino la inteligencia.

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